marzo 26, 2008 0 comentaron

in albis

Las cartas sobre la mesa
(Raúl Ornelas)

Me puso las cartas sobre la mesa,
Desde que la conocí,
Me dijo no creo en amores eternos,
No debes confiar en mí.

Mi orgullo cobarde se puso valiente,
Y quiso entrarle así,
Y al verme de lado tan enamorado,
Mejor decidió partir.

Porque sabía,
Perfectamente que la quería,
Por eso se largó de mi vida,
Por eso no se quiso quedar.

Porque sabía,
Perfectamente que perdería,
Si se quedaba otro día,
No iba a largarse jamás.

Le puse mis sueños sobre la mesa,
Aquella mañana gris,
Le hablé del futuro, de un tiempo seguro,
Pero no la vi feliz.

Su orgullo valiente se puso cobarde,
Y no quiso entrarle así,
Y al verse asustada y tan enamorada,
Mejor decidió partir.

Porque sabía,
Perfectamente que la quería,
Por eso se largó de mi vida,
Por eso no se quiso quedar.

Porque sabía,
Perfectamente que perdería,
Si se quedaba otro día,
No iba a largarse jamás.

Porque ella sabía,
Perfectamente que la quería,
Por eso se largó de mi vida,
Por eso no se quiso quedar.

Porque ella sabía,
Perfectamente que perdería,
Si se quedaba otro día,
No iba a largarse jamás.

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Busco mecenas interesado en la creación y, o progenie de monstruos nocturnos.
marzo 22, 2008 1 comentaron

a propósito de (otro)

Hay gente capaz de estropearle la fantasía al más pintado.

Felipe-Mafalda. Quino.
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a propósito de

Los celos retrospectivos (por su imposibilidad de rencor, por su falta de desafío, por su improbable competencia) son espantosamente crueles.

La tregua. Mario Benedetti
marzo 13, 2008 0 comentaron

canción pequeña para un amor eterno


Aún no es dieciséis pero no pude aguantarme las ganas de cantar esta canción. Un beso.


(Fernando Delgadillo)

Siempre habrá tiempo en las canciones
donde pueda contemplar la eternidad,
tu sonrisa transparente,
mi caricia en tu frente
y la tarde que contigo volverá.

Los recuerdos son tristezas dobles
que liberan o construyen soledad
mientras tengo que cantar
con mi espera y tu silencio,
y esta voz ligada al viento
escucharás.

Casi siempre vivo en los recuerdos
como un sueño transformado en realidad.
Tú me has enseñado a amar
y en tu nombre tengo atada mi eternidad.

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¡ya mejor me río!

De Trino
marzo 10, 2008 0 comentaron

más ironía

Esta noche he soñado que nos veríamos de nuevo, había recibido uno de esos mensajitos curiosos que acostumbras enviar.
Al despertar volví a sentir el frío de dejar el alma recostada en el otro lado de la cama mientras el cuerpo se anima solo a levantarse y caminar. Qué frío se siente esta mañana...
marzo 09, 2008 0 comentaron

ironía

Qué extraño todo cuando lo que se supone que debiera ser no es, con quien se debiera hablar no oye y quien debiera partir, se queda. ¡Vaya que es irónica la vida!, uno se la pasa imaginando cosas que "lógicamente" sucederán, sin atender a que la "lógica" no es una ley natural, sino que ha sido inventada por el hombre para cimentar sus desvaríos.

marzo 08, 2008 0 comentaron

pluviosus nocte

La noche lluviosa era acariciada por un viento generoso que mecía las plantas y el arbolito recién rescatado del invierno. El día había sido ajetreado, llevando y trayendo cosas. Todas las mudanzas eran iguales; cosas perdidas, olvidadas, otras recuperadas, sólo esperaba que este fuera la definitiva, mudarse cada medio año ya era demasiado tomando en cuenta que sus contemporáneos estaban todos asentados en algún rincón remoto del planeta. La verdad era que tras cada pena, cambiaba de residencia como una metáfora de "volver a comenzar" y ésta, por ser más grande, era más lejana.


Habiendo nacido cansada y heredera de una fascinación increíble por el sueño profundo pocas veces despertaba a media noche, normalmente moría, como se dice comúnmente, cada vez que su cabeza tocaba la almohada. Pero esta noche era de esas inolvidables, la lluvia tan fuerte golpeaba la ventana y hacía un rato que entre sueños escuchaba un chisporroteo en algún rincón del cuarto, así adormilada era difícil determinar de dónde provenían los sonidos, sin embargo, era obvio que las gotas, porque debían ser gotas las que originaban ese golpe discreto y húmedo, debían haberse colado por la orilla de la ventana, descendido rodando una a una hasta el borde del muro y caído en una perfecta línea vertical creando un diseño esplendorosamente escarlata en la alfombra.


El viento soplaba con la fuerza de quien irrumpe con furia en una habitación para sorprenderse con lo que hallará, cimbraba los cristales del ventanal y con ellos, las cortinas levantaban sus faldas por la rendija que solía dejar para ventilar la recámara durante el sueño. El viento se colaba dejando entrar un aire gélido que hería la piel. Con los ojos cerrados buscaba el extremo de la manta que coronaba el conjunto de ropa con que vestía el colchón por ser friolenta. Se incorporó un poco y alcanzó la esquina izquierda, trató de extender la tela para que cubriera el cuerpo diminuto que poseía. Justo sobre las caderas, encontró una humedad que no recordaba de horas antes, entreabrió los ojos pero entre la oscuridad distinguía sólo la luz amarillenta del faro. Con los dedos fríos recorrió la extensión de la mancha, bajaba de las caderas al estómago, pensó levantarse y mover la cama hacia cualquier punto sin goteras pero al mover las piernas sintió más humedad entre ellas. Bajó la mano entre las sábanas, recorrió su pecho, el vientre y las piernas, todo estaba húmedo, con un ligero olor ferroso. Entre la penumbra descubrió su cuerpo para entregarlo al frío que la devoró entera entre la ropa completamente mojada que la había estado cubriendo desde quién sabe qué hora. Molesta más que asustada bajó los pies hasta el borde de la cama donde se escuchaba con más fuerza la caída del líquido, con sus plantas buscó las pantuflas igualmente húmedas por dentro. Se incorporó de la cama buscando ropa limpia y una vela, que al encender, descubrió una mancha que distaba mucho de ser pequeña; la orilla izquierda de la cama, húmeda hasta los bordes; la ropa mojada por el frente y el suelo decorado con un tono púrpura de tan rojo que era el líquido derramado. Se inclinó para presionar con los dedos la mancha sobre la alfombra, inmediatamente aparecieron burbujas que revelaban el exceso de humedad en los tejidos, se llevó los dedos a la boca y descubrió un sabor desconocido, mezcla de aquél encontrado cuando se cortó los dedos intentando cocinar y ese otro que tiene el agua cuando se remojan en ella los peces. Levantó la bata que cubría su cuerpo y encontró cientos de agujeros, brotaban de ellos, por gotas diminutas, sangre y agua salada. La pena era tan grande, tan incontenible que dormir llorando no era suficiente, se habían reventado los depósitos del dolor y la tristeza, era ella quien tenía goteras en el cuerpo; la más grande, poco más arriba del ventrículo izquierdo, muy cerca de la yugular.

marzo 04, 2008 0 comentaron

...

He pasado una noche estupenda. Pero no ha sido esta.
Groucho Marx

...definitivamente no. Habría preferido dormir.

marzo 03, 2008 0 comentaron

espanto

¡Válgame! ¡Cuán similares pueden ser dos seres desconocidos entre sí!

No sé si he tenido una regresión, una visión o un déjà vu, lo cierto es que me espanto de encontrar un alma que es copia casi exacta de otra.
Punto de enlace: yo.

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parábola del trueque

Juan José Arreola

Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.

Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.

Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.

-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.

No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.

Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.

Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.

Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.

Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.

Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.

-¡No me tengas lástima!

Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:

-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!

Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.

El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.

Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.

Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.

Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.

Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

marzo 02, 2008 0 comentaron

acidez

Cada vez que se encuentre usted del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar.

Mark Twain


La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien enciende la televisión, voy a la biblioteca y me leo un buen libro.

Groucho Marx

marzo 01, 2008 0 comentaron

para empezar bien


De Trino
 
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