noviembre 04, 2007

recolector de notas

Para ti, que andas descalzo

y escribes en mí.



Desde hacía algún tiempo pasaba días y noches haciendo nada, su vida había quedado reducida a la observación del plafón rugoso y las paredes añejas de lo que él llamaría su habitación. Vivía en la caja de cartón corrugado que los demás habían despreciado por sus reducidas dimensiones y color tan irremediablemente neutro. Era cierto que ésta era pequeña pero no tenía opciones cuando el mundo de fuera le parecía lejano, incomprensible y complicado. De vez en cuando se asomaba por la rendija que había labrado en sus ratos de ocio entre un canal y otro de las arrugas de los muros pero casi nunca veía nada interesante, el planeta seguía su curso mientras él vivía encerrado ahí, en su propio mundo. En algunos momentos llegaba a sentirse solo y casi vacío, sin embargo, nunca prestaba atención a las cosas que requerían más de dos minutos de su tiempo. Vegetar no era divertido pero al menos no corría el riesgo de perder un brazo, como el oso de la repisa, o los botones de su carita, como la muñeca de debajo de la cama. A veces envidiaba a los demás por sentirse tan felices a pesar de sus propias miserias y lleno de curiosidad por conocer otros planetas, salió de viaje. No llevaba consigo más que una bolsita de fe, un costal de dudas y un sombrero decorado con listones de soledad. No sabía bien a dónde ir, únicamente sentía la necesidad de oler el viento como alguna vez hacía mucho tiempo, así que no se preocupó por tener un itinerario o una ruta fija, sólo caminó por donde sus zapatitos azules lo llevaban, como si estuvieran llenos de voluntad propia.


El tiempo nunca le había preocupado demasiado y en una travesía como ésta, pensó que podría dormir donde lo agarrara la noche. Fue así que algunas veces durmió en mitad de la alfombra o debajo del librero cuando no entre otros juguetes, que también buscaban alguna razón para dejar de sentirse tan de plástico, queriendo camuflarse con ellos sólo por intentar encontrar dentro de sí, alguna parte que no conociera.


Una noche, cuando se sintió por completo fatigado de tanto andar, cuando las suelas blancas habían bajado su grosor recostó la espalda en un rayito de luna que se colaba por la ventana grande que alimentaba la vida de todos esos pobres que vivían contentos mientras alguien más los movía y hablaba por ellos. Sería la última noche de viaje. Nunca había sido bueno para los cálculos matemáticos pero según sus cuentas, llevaba mucho tiempo fuera de casa y sin poder encontrarse aún. De su bolsita sacó un cobertor, la noche era fría y estando solo, era la única manera de no sentirse tan infeliz. Se quitó el sombrero y lo colocó a su lado para descansar mejor. Con sus manitas de trapo apretó los bordes de la manta hasta quedar por completo perdido, como siempre, en otro mundo. Solía soñar que tenía alas con que volaba muy, muy alto pero al final, casi al despertar, se sentía caer sin saber por qué. Esa noche no era distinta, sus alas se movían al compás; una y otra, juntas, formaban una v y luego se extendían, una v y luego, extendidas, una v y luego… nada, ya no podía moverlas, caería sin remedio en quién sabe dónde. Sentía desesperación de saberse perdido, agitaba sus manos y pies pero… nada, no podía evitar el duro golpe que seguramente lo esperaba. Con terror miraba allá abajo montones de tierra que se agrandaban con el pasar del tiempo; intentaba cerrar los ojos pero era imposible, todo lo era en aquél sueño, cualquier intento por sobrevivir era en vano. El frío comenzó a recorrer sus manos, su cuerpo. De repente sintió tirones en los pies, como si alguna fuerza de ninguna parte lo jalara hacia arriba. Sorprendido abrió los ojos y encontró que unos guantes, que alguna vez habían sido blancos, sujetaban un extremo de su cobertor. Enojado del abuso de que era objeto a esas horas intentó despojar aquéllas manos de su ropa pero al mirar los botoncitos rotos del rostro de aquel ser que dormía, al parecer tranquilamente, apretando fuerte la tela, decidió sólo tocar ligeramente su hombro. Al instante se abrieron los pedazos de circunferencia llenos de miedo y se incorporó un cuerpecito frágil y maltrecho de muñeca. Con lo que le quedaba de vista se miró en los botones negros de él y pidió disculpas por el atrevimiento de robarle un trozo de rayo lunar y apropiarse de un retazo de cobija. Él, que a estas alturas ya amaba la soledad, se compadeció de la tristeza de aquélla y en vez de reclamar, conversaron durante horas; así les llegó el amanecer.


Después de un tiempo, él regresó cansado pero satisfecho del viaje que esa vez decidió emprender. Abrió la puerta de su caja y encontró todo cubierto con una sábana de polvo. Dejó en el piso la bolsita que durante el trayecto hubo de cambiar por una mochila, la maleta que, inexplicablemente y casi sin notarlo, había reducido un poco su tamaño y el sombrero que había perdido sus listones. Desempolvó con cuidado la cama que ya extrañaba, se acostó boca arriba y miró de nuevo las sombras que se dibujaban entre el techo granuloso. Desde ahí echó un vistazo rápido por todo su espacio, miró las paredes carcomidas por la humedad, más envejecidas que nunca y tomó entonces la decisión de cambiar su habitación. No tiraría la caja. Nunca había sido envidiable pero ésta aún servía y dentro de ella guardaba toda su vida hasta ahora; sólo recubriría los muros. No quería ver más esas arrugas que lo hacían sentirse apesadumbrado y triste, que le recordaban soledad. Contra la voluntad de sus manos y pies se levantó, abrió la mochila nueva y vació su contenido de un solo golpe sobre el polvo. Regó por el suelo los trocitos de vida que había recolectado desde que encontró a la muñeca de los ojos rotos. Con sus manos pequeñas, maltratadas por la supervivencia, distribuía por el espacio aquel collage. Separaba cuidadosamente unas formas de otras, las agrupaba por colores y texturas. Colocó cinta adhesiva al reverso de cada imagen y pegaba una a una donde le parecía que quedaban mejor. Pasó en su labor más de una semana. Al final, cuando había logrado tapizar por completo las paredes, se alejó para mirarlas en perspectiva. Con la vista escudriñó su obra, todos y cada uno de los recortes encerraba una sensación, un recuerdo. Sonreía al mirarse ahí, y mirarla a ella decorando su propio mundo. Cada vez que observaba algún punto del muro se perdía en la memoria y volvía a sentir lo que aquellos días.


Estaba ensimismado en su fascinación cuando la vista comenzó a descubrirle patrones, letras que se formaban con la conjunción de colores. Con las figuras amarillas se componían consonantes, con las rojas, vocales y las azules, daban signos de puntuación. Se emocionó tanto de su descubrimiento que comenzó a juntar las figuras que encontraba y formaba palabras con ellas. Sorprendido de las notas que se creaban, desde entonces, cada noche antes de dormir, mira su muro y recolecta notas, mientras la muñeca de botones rotos las escribe a la distancia, entre sueños.

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