septiembre 05, 2007

nadie

Caminaba pausadamente sacando los pies de entre las piedras redondas del centro, tenía los pies tan pequeños que se atoraban entre las juntas del pavimento impidiéndole caminar como lo haría cualquier otro hombre de su edad, sin esa propiedad hacía todo lo posible porque sus sesenta y cinco años pesaran menos que el día de ayer. Era el primer día que salía a las calles de esa ciudad colonial que hacía muchos años no veía; vivía y no vivía ahí, formaba parte de la estadística del conteo bianual pero desde hacía poco más de veinte años no salía de casa ni sentía el viento atravesarle la cara, moverle el cabello ya teñido de blanco que alguna vez atrajo a más de una señorita.


Hoy se había aventurado a salir, pues no había nadie en casa y había escuchado decirles tras la puerta que hoy, precisamente hoy, no volverían, no, sería hasta mañana, cuando llegaran los trabajadores para arreglar el jardín. Todo estaba a pedir de boca, nadie que le dijera qué ni cómo hacerlo, nadie que le esperara en la entrada de la casa con cara de asustada porque a pesar de su esquizofrenia primitivamente diagnosticada se había atrevido a salir. Nadie, nadie aquí, nadie allá; nadie en la esquina donde sintió que su cuerpo se paralizaba, nadie al cruzar la calle a traspiés, nadie entre la multitud que se acercó al verlo caído en medio de la acera, nadie en la ambulancia mientras lo llevaban a un hospital San no sé qué, ni en el cuarto de la clínica donde llevaba dos días en coma, tampoco en el momento en que estando entre vida y muerte, entre blanco y negro decidió escapar de este otro cautiverio de estar postrado en una cama una vez más. Nadie en el primero ni último momento, nadie en la tumba y nadie junto a ella.

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